martes, 3 de julio de 2007

La chica del abrigo rojo

Y como siempre, algo se me olvida. Es por eso que, yo que tan preparada me creía para el invierno porteño, cuando estoy haciendo la maleta a toda prisa me doy cuenta de que me falta mi abrigo negro, prenda indispensable de mi vestuario invernal, que está pasando el veranito en el armario de Las Palmas. En fin – pienso, en un alarde de optimismo previajero- me las arreglaré con el abrigo rojo. Y con el abrigo rojo aterrizo en Buenos Aires dónde, por lo que he podido observar, vestir de colores en pleno invierno no es algo que vaya demasiado con el caracter de la ciudad. Si a eso le sumamos mi acento (que no sitúan muy bien pero argentino no es, claro) y el hecho de que desayuno y almuerzo siempre fuera y sola y suelo ir cargada de libros o con el ordenador, supongo que no paso desapercibida en los sitios que frecuento. En resumen, me imagino, pensarán ahí viene otra vez la chica del abrigo rojo. La chica del abrigo rojo mapa en mano, cargada de bolsas, recorriendo corrientes arriba y abajo, entrando en todas las librerías, entusiasmándose desmesuradamente ante la sorpresa de los libreros al encontrar determinados libros, tanto que a algunos ya les cayó en gracia y se aliaron con ella en la búsqueda y captura de revistas imposibles.
Me hace reir imaginarme a mí misma aquí, con mi abrigo rojo mal cerrado, perdiendome por las calles, y tengo que imaginármelo porque todavía no me lo creo.

Buenos Aires es una ciudad caótica, como yo, y no sé cuantos miles de habitantes tiene pero yo me tropiezo con todos. Y es que esta ciudad, al contrario que Madrid, no posee normas intrínsecas y razonables de ciudadanía como caminar por la derecha o pararse a un lado en las escaleras mecánicas. Eso, sobra decirlo, me gusta y me asombra a partes iguales.
Además está lo otro, lo de los libros, las canciones... vaya por donde vaya de pronto el nombre de una calle, de una librería, me traen a la memoria palabras y sonidos que llevo oyendo tanto tiempo que es como si ya hubiera pasado por allí un millón de veces. Eso tiene un problema, claro. Tengo que tener el trabajo de tomar la ciudad y desnudarla despacio, quitarle de encima todo lo que la conozco de boca de otros y mirarla entonces, asumir en silencio las pequeñas decepciones y festejar las sorpresas, los regalos, y guardarla entonces sabiendo que lo que uno se lleva es realmente propio. Lo que tiene de bueno, o de malo, es que soy completamente incapaz de asumir que estoy a miles de kilómetros de casa.

De momento ando tímida, como de prestado, aun no saco muchas fotos y me cuesta organizar todo lo que veo en mi cabeza, traducirlo en palabras para contarlo, pero se me irá quitando.

Por lo pronto solo tengo imágenes sueltas en la cabeza.

Los gatos, gatos por todas partes (todos me recuerdan a rua, los negros porque se parecen, los blancos porque... no se parecen)

Los paseadores de perros. Pibes o pibas medios jipillos con 10 perros en ristre, el que menos

Los colectivos, muy antiguos, de asientos acolchados. Me recuerdan a las guaguas amarillas de cuando yo era muy pequeña



Les quiero. Pronto más y mejor

La chica del abrigo rojo