Los colectivos
El queso y dulce
Las milanesas
La quilmes
El malbec
Las librerias
Los teatros
La música
Los gatos de las estatuas
Pero también las distancias enormes, la gente, los días de invierno, y la sensación de que el tiempo se escurre entre la vereda y el colectivo y de que esta ciudad gigante me mueve a su antojo, de acá para allá. Buenos Aires no es una ciudad domesticable. Por eso, algunas tardes, la magua me invade, mientras Buenos Aires me visita. Incluso a pesar de la quilmes, las librerías, los teatros y los gatos. Incluso a pesar de Buenos Aires.
lunes, 23 de julio de 2007
La ciudad de agua
Montevideo es una ciudad de agua. Eso lo supe desde que llegué, cuando el aire húmedo me empapó las mejillas, nada más bajar del taxi. Aire de agua que casi se tocaba, y luego cada mañana, las calles mojadas, los charcos que inundaban levemente los recovecos de las veredas. Siempre había llovido pero nunca llovía, sólo agua, agua que se sentía por todas partes. Agua gris como un mar de invierno. Lo sabía mucho antes, mucho antes de que el domingo por la noche nos sorprendiera una tormenta que casi nos encierra en la ciudad. Tras la tormenta pensé que seguramente por eso era que se notaba tanto el agua en el aire, que probablemente en otro momento Montevideo no se percibe como una ciudad tan terriblemente húmeda. Tras este descubrimiento me veo obligada a corregirme.
Mi Montevideo es una ciudad de agua.
Mi Montevideo es una ciudad de agua.
Fa sostenido
Buenos Aires es un Fa, dijo repentinamente y tras nuestro largo silencio. La noche parecía silenciosa, todo lo silenciosa que puede ser una ciudad de tantos miles de habitantes. Las luces amarillentas y la brisa del rio nos intimidaban aquella noche en una azotea de san telmo, y nos mandaban callar. Yo me quedé escuchando entonces, evidentemente no podía afirmar ni desmentir que Buenos Aires fuera o un Fa, o un Re, qué se yo, no obstante, me quedé escuchando y me pareció advertir cierto tono monocorde que podría parecerse, tal vez, a una nota musical.
Siempre es un fa, le espetó su amigo, burlón
No, aseguró él, muy serio. A veces está sostenido.
Siempre es un fa, le espetó su amigo, burlón
No, aseguró él, muy serio. A veces está sostenido.
Los homicidas
El poeta trasnochado tenía un aire a mucha gente. Quizás no era él, quizás sólo era su forma de hablar, de moverse, de aparentar ser el poeta trasnochado que, por supuesto, no era. Su novia, extremadamente delgada y con su pelo negro de efigie recortándole la frente, se movía rápidamente de un lado para otro, cámara en mano, fotografiando el evento. La novia del artista.
Pensé entonces lo inevitable, en la presentación de aquella revista literaria, y era si por algún costado podría parecerme yo, nosotros, a ellos, vistos desde fuera. Quise pensar que no, por supuesto, pero abandoné esa reflexión rápidamente, no vaya a ser…
Una mujer se sentó en nuestra mesa y tras presentarse y hacer una serie de afirmaciones inconexas empezó a recitar refranes criollos, a ver si los conocíamos. Estaba loca, en el mejor sentido de la palabra. Nos contó que se llamaba Hebe. Nos contó que en cierta ocasión una alemana la había llevado a rastras sin tomar ni un café por todo Berlín, buscando un reloj que le habían encargado, búsqueda que ella habría abandonado en el segundo intento.
¡Qué empieza!, ¡qué empieza!. La primera señora que recita habla de la luna reflejada y de un corazón latiendo al compás. Un desastre. El segundo, un chico que dice haberse editado sus propios cuentos a mano en vista de que nadie se los publicaba, demuestra con su relato cómo a veces las editoriales sí tienen razón. Llega un merecido descanso. Hebe se fue al baño y una escritora joven amiga suya y nosotras nos miramos incómodas. “Pues vino frío el invierno este año”. Hebe, que resulta ser la escritora Hebe Huart, vuelve a la mesa con su desparpajo natural y, acercándose a nosotras estalla ¡qué malos!
Gracias, es lo que nos queda por decir después de las carcajadas, gracias por decirlo. Luego ella, sin darse cuenta de la proeza , nos cuenta anécdotas sobre sus alumnos del taller literario. Cualquier cosa.
Como postre, un grupo llamado tribal nosequé destroza tangos con unos bongos enormes.
Queridos y queridas alguienes, que andamos y que andarán por ahí ¡qué buenos somos!
Pensé entonces lo inevitable, en la presentación de aquella revista literaria, y era si por algún costado podría parecerme yo, nosotros, a ellos, vistos desde fuera. Quise pensar que no, por supuesto, pero abandoné esa reflexión rápidamente, no vaya a ser…
Una mujer se sentó en nuestra mesa y tras presentarse y hacer una serie de afirmaciones inconexas empezó a recitar refranes criollos, a ver si los conocíamos. Estaba loca, en el mejor sentido de la palabra. Nos contó que se llamaba Hebe. Nos contó que en cierta ocasión una alemana la había llevado a rastras sin tomar ni un café por todo Berlín, buscando un reloj que le habían encargado, búsqueda que ella habría abandonado en el segundo intento.
¡Qué empieza!, ¡qué empieza!. La primera señora que recita habla de la luna reflejada y de un corazón latiendo al compás. Un desastre. El segundo, un chico que dice haberse editado sus propios cuentos a mano en vista de que nadie se los publicaba, demuestra con su relato cómo a veces las editoriales sí tienen razón. Llega un merecido descanso. Hebe se fue al baño y una escritora joven amiga suya y nosotras nos miramos incómodas. “Pues vino frío el invierno este año”. Hebe, que resulta ser la escritora Hebe Huart, vuelve a la mesa con su desparpajo natural y, acercándose a nosotras estalla ¡qué malos!
Gracias, es lo que nos queda por decir después de las carcajadas, gracias por decirlo. Luego ella, sin darse cuenta de la proeza , nos cuenta anécdotas sobre sus alumnos del taller literario. Cualquier cosa.
Como postre, un grupo llamado tribal nosequé destroza tangos con unos bongos enormes.
Queridos y queridas alguienes, que andamos y que andarán por ahí ¡qué buenos somos!
Gofio
Vendía bolsitas de gofio.
Esa tarde en La Boca hacía un frío terrible, unos días después nevaría y ya se notaba, claro que yo eso no lo sabía cuando conocí a Gofio, y aunque lo hubiera sabido no habría comprendido su importancia, no sin ver a los porteños felices, lanzarse a la calle, con cámaras de fotos, llamado a sus amigos y familiares, “asomáte, asomáte ¡¡está nevando!!” . Y es que en unos días nevaría después de 90 años en Buenos Aires. Pero eso yo no lo sabía, y seguramente Gofio tampoco mientras intercambiábamos experiencias patrias sobre el gofio y los potajes.
Gofio tenía una libreta llena de direcciones de chicas extranjeras, decía haberlas adoptado, las hijas que nunca tuvo, decía, y la verdad que Gofio parecía un padre, o casi un abuelo. El caso es que a su veintena de extranjeras adoptivas decía mandarles cartas con poemas y recomendaciones para cuando se echaran novio.
Gofio sabía poemas de memoria, algunos seguro los improvisaba, y los recitó, aquella tarde entusiasmado, entre saludo y saludo de la gente del barrio.
Gofio había perdido a su mujer y a su madre hacía poco tiempo. También había perdido su casa, y ahora dormía en la calle.
Claro que a mí eso no me lo contó, sólo hablamos de las propiedades del gofio y de su libreta de amigas del mundo.
Al parecer en México el gofio se usa como tratamiento pediátrico.
Hacía un frío terrible aquella tarde.
Esa tarde en La Boca hacía un frío terrible, unos días después nevaría y ya se notaba, claro que yo eso no lo sabía cuando conocí a Gofio, y aunque lo hubiera sabido no habría comprendido su importancia, no sin ver a los porteños felices, lanzarse a la calle, con cámaras de fotos, llamado a sus amigos y familiares, “asomáte, asomáte ¡¡está nevando!!” . Y es que en unos días nevaría después de 90 años en Buenos Aires. Pero eso yo no lo sabía, y seguramente Gofio tampoco mientras intercambiábamos experiencias patrias sobre el gofio y los potajes.
Gofio tenía una libreta llena de direcciones de chicas extranjeras, decía haberlas adoptado, las hijas que nunca tuvo, decía, y la verdad que Gofio parecía un padre, o casi un abuelo. El caso es que a su veintena de extranjeras adoptivas decía mandarles cartas con poemas y recomendaciones para cuando se echaran novio.
Gofio sabía poemas de memoria, algunos seguro los improvisaba, y los recitó, aquella tarde entusiasmado, entre saludo y saludo de la gente del barrio.
Gofio había perdido a su mujer y a su madre hacía poco tiempo. También había perdido su casa, y ahora dormía en la calle.
Claro que a mí eso no me lo contó, sólo hablamos de las propiedades del gofio y de su libreta de amigas del mundo.
Al parecer en México el gofio se usa como tratamiento pediátrico.
Hacía un frío terrible aquella tarde.
martes, 3 de julio de 2007
La chica del abrigo rojo
Y como siempre, algo se me olvida. Es por eso que, yo que tan preparada me creía para el invierno porteño, cuando estoy haciendo la maleta a toda prisa me doy cuenta de que me falta mi abrigo negro, prenda indispensable de mi vestuario invernal, que está pasando el veranito en el armario de Las Palmas. En fin – pienso, en un alarde de optimismo previajero- me las arreglaré con el abrigo rojo. Y con el abrigo rojo aterrizo en Buenos Aires dónde, por lo que he podido observar, vestir de colores en pleno invierno no es algo que vaya demasiado con el caracter de la ciudad. Si a eso le sumamos mi acento (que no sitúan muy bien pero argentino no es, claro) y el hecho de que desayuno y almuerzo siempre fuera y sola y suelo ir cargada de libros o con el ordenador, supongo que no paso desapercibida en los sitios que frecuento. En resumen, me imagino, pensarán ahí viene otra vez la chica del abrigo rojo. La chica del abrigo rojo mapa en mano, cargada de bolsas, recorriendo corrientes arriba y abajo, entrando en todas las librerías, entusiasmándose desmesuradamente ante la sorpresa de los libreros al encontrar determinados libros, tanto que a algunos ya les cayó en gracia y se aliaron con ella en la búsqueda y captura de revistas imposibles.
Me hace reir imaginarme a mí misma aquí, con mi abrigo rojo mal cerrado, perdiendome por las calles, y tengo que imaginármelo porque todavía no me lo creo.
Buenos Aires es una ciudad caótica, como yo, y no sé cuantos miles de habitantes tiene pero yo me tropiezo con todos. Y es que esta ciudad, al contrario que Madrid, no posee normas intrínsecas y razonables de ciudadanía como caminar por la derecha o pararse a un lado en las escaleras mecánicas. Eso, sobra decirlo, me gusta y me asombra a partes iguales.
Además está lo otro, lo de los libros, las canciones... vaya por donde vaya de pronto el nombre de una calle, de una librería, me traen a la memoria palabras y sonidos que llevo oyendo tanto tiempo que es como si ya hubiera pasado por allí un millón de veces. Eso tiene un problema, claro. Tengo que tener el trabajo de tomar la ciudad y desnudarla despacio, quitarle de encima todo lo que la conozco de boca de otros y mirarla entonces, asumir en silencio las pequeñas decepciones y festejar las sorpresas, los regalos, y guardarla entonces sabiendo que lo que uno se lleva es realmente propio. Lo que tiene de bueno, o de malo, es que soy completamente incapaz de asumir que estoy a miles de kilómetros de casa.
De momento ando tímida, como de prestado, aun no saco muchas fotos y me cuesta organizar todo lo que veo en mi cabeza, traducirlo en palabras para contarlo, pero se me irá quitando.
Por lo pronto solo tengo imágenes sueltas en la cabeza.
Los gatos, gatos por todas partes (todos me recuerdan a rua, los negros porque se parecen, los blancos porque... no se parecen)
Los paseadores de perros. Pibes o pibas medios jipillos con 10 perros en ristre, el que menos
Los colectivos, muy antiguos, de asientos acolchados. Me recuerdan a las guaguas amarillas de cuando yo era muy pequeña
Les quiero. Pronto más y mejor
La chica del abrigo rojo
Me hace reir imaginarme a mí misma aquí, con mi abrigo rojo mal cerrado, perdiendome por las calles, y tengo que imaginármelo porque todavía no me lo creo.
Buenos Aires es una ciudad caótica, como yo, y no sé cuantos miles de habitantes tiene pero yo me tropiezo con todos. Y es que esta ciudad, al contrario que Madrid, no posee normas intrínsecas y razonables de ciudadanía como caminar por la derecha o pararse a un lado en las escaleras mecánicas. Eso, sobra decirlo, me gusta y me asombra a partes iguales.
Además está lo otro, lo de los libros, las canciones... vaya por donde vaya de pronto el nombre de una calle, de una librería, me traen a la memoria palabras y sonidos que llevo oyendo tanto tiempo que es como si ya hubiera pasado por allí un millón de veces. Eso tiene un problema, claro. Tengo que tener el trabajo de tomar la ciudad y desnudarla despacio, quitarle de encima todo lo que la conozco de boca de otros y mirarla entonces, asumir en silencio las pequeñas decepciones y festejar las sorpresas, los regalos, y guardarla entonces sabiendo que lo que uno se lleva es realmente propio. Lo que tiene de bueno, o de malo, es que soy completamente incapaz de asumir que estoy a miles de kilómetros de casa.
De momento ando tímida, como de prestado, aun no saco muchas fotos y me cuesta organizar todo lo que veo en mi cabeza, traducirlo en palabras para contarlo, pero se me irá quitando.
Por lo pronto solo tengo imágenes sueltas en la cabeza.
Los gatos, gatos por todas partes (todos me recuerdan a rua, los negros porque se parecen, los blancos porque... no se parecen)
Los paseadores de perros. Pibes o pibas medios jipillos con 10 perros en ristre, el que menos
Los colectivos, muy antiguos, de asientos acolchados. Me recuerdan a las guaguas amarillas de cuando yo era muy pequeña
Les quiero. Pronto más y mejor
La chica del abrigo rojo
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